La búsqueda de minas de oro trajo de cabeza a los conquistadores
españoles, que recorrieron por ello el mapa americano de arriba abajo.
Paradójicamente no se encontraron hasta tardíamente, avanzada ya la
colonización. Lo que sí hallaron fueron algunos placeres auríferos y,
sobre todo, minas de plata: las de Sultepec y Zumpango (1530) cerca de
la capital mexicana, Taxco y Tlapujahua (1534), Espíritu Santo, etc. Pero la gran minería no se inició
realmente hasta casi mediados del siglo XVI, cuando apareció la plata en
Potosí (1545), Zacatecas (1546), Guanajuato (1550), etc.
Las minas estaban, por lo común, en zonas marginales a la colonización,
planteando infinitos problemas para su explotación.
La gran mina del Potosí estaba a
4.700 metros de altura, en pleno páramo andino, donde no había animales,
ni casi vegetales. Para explotarla, se pusieron igualmente en marcha
otros puentes desde Cuzco, Arica y hasta Córdoba, para llevarlo todo:
desde los trabajadores hasta las ganados. Lo increíble es que en la
Villa Imperial de Potosí, próxima a la mina, vivieran a comienzos del
siglo XVII 160.000 habitantes, de los que la mitad eran indios. En
cuanto al oro, apareció generalmente en lugares bajos, en plena selva
tropical. En Nueva Granada se hallaron algunas minas auríferas en
Buriticá y Remedios, pero lo frecuente fue encontrar el oro de aluvión,
arrastrado por las arenas de los ríos. Estos lugares insalubres solían
estar habitados por indios insumisos o rebeldes, con los que no pudo
contarse para las labores de extracción, recurriéndose por ello a los
esclavos. Sus apoyos económicos configuraron también un desarrollo
regional y hasta urbano.
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